jueves, 16 de junio de 2011

EL MUNDIAL Y SUS POMPAS- Umberto Eco

      Debo aclarar ahora que, en realidad, no tengo nada en contra de la pasión futbolística. Al contrario, la apruebo y la considero providencial. Esas multitudes de hinchas apasionados segados por el infarto en las graderías, esos árbitros que pagan un domingo de celebridad exponiendo su persona a graves injurias, esos excursionistas que descienden ensangrentados del autocar, heridos por los vidrios rotos a pedradas, esos festivos mozuelos que, borrachos, recorren por la tarde las calles, asomando su bandera por la ventanilla del utilitario sobrecargado y se estrellan contra un TIR, esos atletas destruidos psíquicamente por lacerantes abstinencias sexuales, esas familias arruinadas económicamente por ceder a insanas reventas en el mercado negro, esos entusiastas cegados por el estallido de un petardo celebratorio me llenan de alegría el corazón. Soy tan partidario de la pasión futbolística como lo soy de las carreras, de las competiciones motociclistas al borde de los precipicios, del paracaidismo desatinado, del alpinismo místico, de la travesía de los océanos en botes de goma, de la ruleta rusa y del uso de drogas. Las carreras mejoran las razas, y todos estos juegos que acabo de enumerar conducen afortunadamente a la muerte de los mejores y permiten que la humanidad continúe tranquilamente sus vicisitudes con protagonistas normales y medianamente desarrollados. En cierto modo estaría de acuerdo con los futuristas en que la guerra es la única higiene del mundo, con una pequeña corrección: lo sería si se consintiera que participaran sólo los voluntarios. Pero, desgraciadamente, la guerra también implica a los renuentes, y en este sentido es moralmente inferior a los espectáculos deportivos.

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